El sonido tenue de la lluvia sobre el ventanal envolvía la casa en un ritmo pausado, casi hipnótico. Era una tarde de domingo que pedía abrigo, silencio y confesiones. En la cocina, el aroma a bizcochuelo recién horneado se mezclaba con el perfume a lavanda que siempre llevaba Alejandra en la piel. Damián la observaba desde el umbral de la puerta, con una mezcla de ternura y asombro.
Ella estaba de espaldas, su cabello oscuro atado en una trenza desordenada que dejaba caer algunos mechones sueltos sobre la espalda. Vestía un pantalón de algodón claro y una remera suelta color tiza que, sin proponérselo, dejaba adivinar la leve curvatura de su vientre incipiente. Ese vientre que ahora llevaba vida. Su hijo. Su sueño.
—No puedo dejar de mirarte —dijo él, con la voz ronca, cargada de emoción contenida.
Ella giró, con una sonrisa cálida que se le formó primero en los ojos. Damián se acercó y la rodeó con los brazos desde atrás, apoyando su mentón en su hombro.
—Gracias —susurró contra