La madrugada aún era espesa cuando el celular de Nicolás vibró sobre la mesa de luz, acompañado de un zumbido grave que lo sacó de su sueño.
—¿Hola? —contestó con la voz aún dormida y los ojos apenas entreabiertos—. ¿Fabián?
—Nico… —dijo la voz del otro lado, agitada, emocionada—. Tengo que contarte algo.
—¿Qué hora es? ¿Qué pasó? ¿Están bien? —preguntó, ya incorporándose en la cama.
—Pasó algo, Nico. Una cosa hermosa, pero pasó tan rápido que… no me dio tiempo de avisarte.
—¿De qué hablás? ¿Qué pasó?
En ese instante, al otro lado del teléfono, se escuchó un llanto suave, como el maullido dulce de un gatito. Nicolás se quedó helado.
—¡Fabián, no me digas…!
—Sí, Nico. ¡Lautaro ya nació!
Hubo un segundo de silencio. Nicolás se frotó los ojos, procesando.
—¿¡Cómo!? ¿Si hablamos hace unas horas y todo estaba tranquilo?
—Sí, sí, lo sé —Fabián se rió nervioso—. Pero Silvia se levantó, sintió una punzada y rompió bolsa. ¡Fue todo tan rápido! Cuando llegamos al hospital ya estaba co