PALERMO, 10:42 A.M. — EXTERIOR DEL INSTITUTO PRIVADO DANTE ALIGHIERI.
El sol golpeaba con fuerza sobre las losas del patio de fútbol. James Carbone, con la camiseta ligeramente sudada y el cabello oscuro pegado a la frente, miraba a los tres chicos que lo rodeaban con una mezcla de furia y desafío. Era alto para sus quince años, pero no lo suficiente como para no notar la diferencia de tamaño entre él y los otros. Uno de ellos, el más corpulento, le empujó el hombro con fuerza.
—¿Qué pasa, principito? —se burló el más alto, uno de los hijos de un empresario que había perdido mucho poder gracias a decisiones de Vittorio Carbone—. ¿Vas a llorar ahora? ¿Vas a llamar a tu papá mafioso?
James apretó los dientes. Sabía lo que decían de su familia, y aunque tenía el apellido más temido de Palermo, eso no lo salvaba del veneno de los adolescentes resentidos. No era de los que se callaban, y mucho menos de los que huían.
—Al menos tengo un padre —escupió James con rabia, sin apartar la mirada—