El aire en la sala estaba tan cargado que parecía que la respiración misma se volvía espesa y amarga. El olor metálico de la sangre impregnaba el suelo de mármol donde Alessandro yacía, respirando con dificultad, su camisa empapada de rojo que se extendía lentamente como una mancha viva, un recordatorio cruel de que el tiempo se agotaba. Matteo, con los ojos enrojecidos por la desesperación, lo sostenía entre sus brazos, presionando la herida con sus propias manos temblorosas.
El corazón del muchacho latía con violencia, cada segundo era una daga que se clavaba más profundo en su pecho. Sabía que no podía mostrar miedo, porque frente a ellos estaba Riso, su enemigo, ese fantasma del pasado que había vuelto no para cerrar cuentas, sino para abrir cicatrices más profundas. Junto a él, el tío de Matteo observaba en silencio, con los labios apretados, sin mover un músculo, como si todo aquel teatro de sangre le resultara tan natural como respirar.
—Déjame curar a mi padre, por favor… —la