La mansión Carbone se alzaba imponente contra el cielo encapotado, con sus muros de piedra bañados por la luz mortecina del atardecer. El auto negro se detuvo frente a la entrada principal y, por un instante, reinó un silencio tan espeso que parecía absorber incluso el sonido de los neumáticos sobre la grava. La puerta del vehículo se abrió con un golpe seco, y uno a uno descendieron. Nadie pronunció palabra. La tensión viajaba con ellos, pegajosa y opresiva, como si el aire mismo en aquel trayecto de regreso hubiera sido contaminado por lo que acababan de vivir.
Jin caminó con pasos largos hacia el interior, sin mirar a nadie. Su rostro, normalmente sereno y calculador, ahora estaba endurecido, con una sombra de frustración atravesándole la mirada. La visita a la prisión había removido algo que él había intentado enterrar durante años… y no precisamente recuerdos felices. Al contrario, lo que veía cuando cerraba los ojos era la imagen de un niño de cinco años, arrancado de su hogar y