—Si queremos atraparla, no podemos dejar cabos sueltos —dijo Valentina, mientras deslizaba documentos sobre la mesa del comedor. Tenía el cabello recogido en un moño desordenado, una camiseta sin mangas y ese brillo concentrado en la mirada que Sebastián encontraba peligrosamente sexy.
—Lo que estás planteando no es solo un caso judicial, Valentina —replicó él, recostado en la silla con los brazos cruzados—. Es una guerra. Y las guerras no se ganan con moral. Se ganan con estrategia… y con algo de malicia.
Ella lo miró de reojo.
—¿Y tú tienes suficiente malicia para enfrentarla?
Sebastián sonrió con ese gesto arrogante que sabía exactamente lo que provocaba en ella.
—Amor… tengo suficiente malicia para enfrentarla a ella, al Vaticano y a ti, desnuda en esta mesa, sin pestañear.
Valentina levantó una ceja, sin perder el ritmo mientras anotaba algo.
—Interesante combinación. Pero por ahora solo necesito que desenredes los contratos y las rutas de dinero. Lo de la mesa… puede esperar.
—¿