La posada de Ana seguía existiendo y seguía siendo bastante decente. Sheily dejó sus cosas en una habitación con vista hacia la plaza y fue al comedor que había en el primer piso, junto a la recepción.
El menú del día era cazuela y se le antojó muy delicioso en comparación a las sofisticadas preparaciones que ofrecía el comedor de la compañía. Una comida de hogar.
—Qué disfrute —le dijo la muchacha que le sirvió, con una sonrisa cándida e inocente, habitual en la gente que vivía lejos de la ciudad y sus vicios.
—Muchas gracias —intentó sonreírle del mismo modo, pero ya había olvidado cómo.
La muchacha fue a otra mesa y se dirigió a los clientes con la misma cordialidad, mientras en la mesa de al lado, un hombre que debía rondar los cincuenta, le miraba con expresión morbosa las piernas, demasiado huesudas a gusto de Sheily.
—Qué linda te ves hoy, Lucianita —dijo el hombre, panzón y desaseado, relamiéndose mientras la muchacha sonreía, incómoda—. Deberías usar más seguido esas faldi