—¡Maldición! —gritó Leo, arrastrándola dentro de la casa mientras hacía caso omiso al dolor que le atravesaba el pecho.
Cerró la puerta tras él de una patada y puso a Mía suavemente en el suelo.
—¡Mierda! ¡Mierda! —sentía el corazón en la garganta, las manos temblorosas y no de frío precisamente y la cabeza completamente nublada por el miedo. Mía estaba cada vez más pálida si eso era posible—. ¡Mía!... —la llamó con urgencia, sacudiéndola—. ¡Mía!
La vio abrir los ojos despacio y gruñirle una respuesta ininteligible y llena de insultos. Respiró con alivio durante un segundo antes de ponerse histérico.
—¡¿Cómo se te ocurrió hacer eso?! —la regañó a gritos.
Se echó atr&a