Damian

La percibí antes de verla. Su esencia, ese aroma a ceniza y sangre antigua que siempre la acompañaba, se filtró por las grietas invisibles de la realidad. Lilith nunca fue sutil. No necesitaba serlo cuando el miedo que inspiraba era suficiente para doblar voluntades.

Pero esta noche era diferente. Esta noche venía por mí.

Desde la terraza de la mansión, observé cómo el cielo nocturno se teñía de un carmesí enfermizo. Las nubes se arremolinaban en espirales antinatural, como si el firmamento mismo se retorciera de dolor. Los árboles del jardín se agitaron violentamente, aunque no soplaba viento alguno.

—Damián, ¿qué está pasando?

Eva apareció a mi lado, su rostro pálido reflejando el resplandor rojizo del cielo. Llevaba puesto el colgante que le había entregado, la piedra negra brillando con luz propia contra su piel. Bien. Lo necesitaría.

—Lilith —respondí simplemente, sin apartar la mirada del horizonte—. Ha decidido que la diplomacia ya no es una opción.

—¿Qué quieres decir?