Damian
La observé dormir, su respiración acompasada elevando suavemente su pecho bajo las sábanas. Eva había caído rendida después de horas de insomnio, y ahora la luz del amanecer dibujaba sombras doradas sobre su rostro. Permanecí inmóvil en el sillón junto a la ventana, contemplándola como quien admira una obra de arte prohibida.
Siglos de existencia me habían enseñado a controlar cada impulso, cada deseo. Los humanos eran criaturas efímeras, instrumentos para mis propósitos, nunca objetos de fascinación genuina. Hasta ahora.
Me levanté y caminé hacia ella con pasos silenciosos. El suelo de madera no crujió bajo mi peso; podía moverme como una sombra cuando así lo deseaba. Me detuve junto a su cama, estudiando las líneas de su rostro, la curva de sus labios entreabiertos.
—¿Qué me has hecho, Eva? —susurré, sabiendo que no podía escucharme.
Extendí mi mano, dejándola suspendida a centímetros de su mejilla. Podía sentir el calor que emanaba de su piel sin necesidad de tocarla. Ese ca