—Shannon, necesito que lleves estas cosas al contador — me dice mi adorado, guapísimo, pero desordenado de mi jefe, Dominik Bowen y yo bufo molesta.
—¿Cuándo será el día que aprendas a llevar tus cuentas Dom? Ese tipo no es bueno con los números y tú tampoco, las finanzas de este bar son un desastre.
—Entonces debiste estudiar contabilidad y no administración, mi querida amiga, así me serías más útil y me ahorraría unos cuantos dólares—me mira coqueto y mueve sus cejas sugerentemente, mientras yo reviro los ojos y tomo los documentos de sus manos.
—Cretino.
Dom, soltó esa risa contagiosa que lo caracterizaba y por la que no me quedaba de otra más que seguirle, porque así era él, un hombre de buen corazón, un ángel en mi camino, que me había acogido hace ya unos años en su casa y me había dado un trabajo.
Su hermana, esa maravillosa doctora que me había salvado de las garras de ese monstruo, lo había aleccionado cuando me trajo aquí y él, cual niño chiquito asentía a cada instrucción que ella le daba.
—Shannon es como la hija que la vida me negó, cuídala como si fuera nuestro mayor tesoro, Dominik. Sino mi alma vendrá de noche a tomarte de las patitas—dijo Felicia, el día que llegamos a Nueva York y por primera vez me sentí que pertenecía a un lugar… a una familia.
Aunque llegar hasta aquí había sido una lucha constante conmigo misma y con la doctora Bowen (que debió aguantar, de mala gana, que yo comprara mi propio pasaje de avión). Y, de verdad que la entendía, sobre todo sus aprensiones, hasta yo misma las tenía. No voy a negar que en un principio estaba sumamente asustada de convivir con un hombre, que no conocía, y en otra ciudad. Ya me había acostumbrado a estar con ella y mi psicóloga también me apoyaba con la fobia que le tenía al sexo masculino con ese nombre tan ridículo como mi propia existencia la arrhenfobia me había quitado la confianza a los hombres sea cual fuere la edad, el solo hecho de estar cerca de uno me provocaba pánico, vómito y un sinfín de reacciones que ni siquiera quiero mencionar, pero aún con el tratamiento y todo me era difícil de poder congeniar mis miedos con la realidad que ahora estaba viviendo. Por esto fue por lo que Dom pasó a ser un experimento dentro de mi tratamiento para mi psicóloga y para mí misma. Desde que llegué a su casa él me mostraba que era una buena persona y trataba por todos los medios de hacerme sentir bien y tranquila. Vivía en el ático de su casa, me daba de comer, un trabajo y era soltero, aunque no monje de monasterio si me entienden, pero era el mejor ejemplo de padre o hermano mayor que podría haberme ganado.
Una vez al mes nos visitaba la doctora Bowen y debo decir que disfrutaba muchísimo de sus visitas, eran los días más felices tenerlos a los dos en casa y disfrutar de la nada que para mí era mi todo.
Así fue que el tiempo seguía pasando y la universidad me absorbía más de lo que esperaba, pero no me quejaba, era una alumna estrella y disfrutaba de lo que aprendía cada día, me sententía bendecida y finalmente, en mi lugar. Sumaba a eso el trabajo de bar tender era lo justo que necesitaba como complemento perfecto, era un ganar y ganar.
—¿Necesitas algo más?
—Por ahora, no. Hazme el favorcito de ir a ver a Carlos y después dedícate a tus estudios.
—Gracias, su alteza real.
—De nada, su plebeya. Recuerda que mi hermana llega en la noche, así que cerraremos temprano. Ve directo a casa después de tus clases.
—Sí, jefecito.
Salgo con los libros y documentos que debo llevar al contador de Dom y me coloco mi casco, guardo los documentos en la bandolera y enfilo mi rumbo hacia la zona de Queens, que es donde queda la mentada oficina del contador.
Al llegar al lugar, tomo todo y me adentro a la oficina de Carlos Estévez. Saludo al portero del edificio, lo mismo hago al ver a la hermosa rubia que está en la recepción.
—No me has vuelto a llamar —me dice haciendo un puchero y yo sonrío seductoramente.
—Lo siento, Camila. He estado un poco ocupada entre la universidad y el bar, pero prometo que este fin de semana te llamo a ver si pasamos un buen rato en tu departamento—le guiño el ojo y paso de ella lanzando un beso al aire.
—Estaré esperando tu llamada.
—No lo dudes.
Tomo el ascensor y marco el piso del contador. Una vez que se abren las puertas de la cajita metálica camino a paso firme y saludo a Nadine, la hermosa indú, secretaria y asistente de Carlos.
—Hola, hermosa.
—Dichosos los ojos que te ven.
—Para mí más, te ves preciosa.
—Ya te está esperando.
—Gracias.
Golpeo tres veces la puerta de su oficina y escucho el adelante desde dentro.
—Hola, Carlos, aquí está lo que te envía Dominik.
—Gracias, como siempre tan eficiente querida Shannon.
¿Quieres un café, agua o alguna cosa más?
—No gracias, debo volar a la universidad, tengo prueba de mercadotecnia.
—Tan responsable, Dominik se sacó la lotería contigo.
—La verdad sea dicha la afortunada he sido yo, Dominik y su hermana han sido mis ángeles en la tierra.
—Cuando quieras trabajar en otra cosa, las puertas de esta oficina están abiertas, chiquilla—gracias, pero no gracias quería decirle, pero solo sonreí.
—¿Necesitas enviarle algo a Dominik?
—Nada, por ahora y gracias por traer este tremendo desorden.
Salgo de su oficina después de despedirme y hago la misma acción con Camila y el portero, me coloco el casco y vuelo a la universidad.
Paso todo el día en clases y la preparación de los trabajos para cerrar el semestre, hasta que se hacen las seis de la tarde.
Me despido de mis compañeros y enfilo mi rumbo hasta nuestro hogar.
Al abrir la puerta el olor a lasaña recién preparada y la cada limpia y ordenada me da a entender que la doctora Bowen ya está en casa. Camino hasta la cocina y veo cuando la doctora le está dando con una cuchara de palo en la cabeza a Dominik.
—No puedo creer que sean tan desordenados.
—¡Auch, deja de golpearme, mujer! —suelto una risita por la cómica imagen frente a mí y saludo feliz de verlos a ambos.
—Hola familia, he llegado.
—Bienvenida a casa, mi niña—abrazo a la doctora Bowen como si fuera mi verdadera madre y me dejo apapachar por su ternura.
—¿Cómo te fue con Carlos?
—Todo bien, dijo que gracias por llevarle tu desorden.
—Viejo de porquería.
—¡Dominik!—lo regaña su hermana con la cuchara de palo en alto y el alza las manos en son de rendición, para después reír como loco.
Sus risas y la forma en que ambos se tratan me convencen cada día que lo que hice esa noche fue lo correcto y no hay forma que me arrepienta de haberlo hecho. Amaba Nueva York, amaba Manhattan y cada uno de los sitios en los que he estado desde que llegué aquí y por Felicia y Dominik sé que estoy viviendo la mejor experiencia del mundo.