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El auto rugió contra la carretera, devorando kilómetros mientras el peligro se desvanecía en el espejo retrovisor.

Pero no importaba cuánto corriéramos.

No importaba qué tan lejos llegáramos.

El peligro nos seguiría hasta que uno de los dos bandos desapareciera por completo.

Santiago estaba recostado contra el asiento, con el rostro pálido, el ceño fruncido por el dolor.

Su camisa estaba empapada de sangre en el costado, y aunque intentaba mantenerse firme, podía ver cómo su respiración era cada vez más pesada.

Yo estaba herida, pero su dolor me dolía más.

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