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El amanecer se filtraba por las ventanas sucias del refugio, pintando la habitación con un tono dorado que contrastaba con la oscuridad en nuestras almas.

Santiago aún dormía a mi lado, su cuerpo cálido y pesado contra el mío. Su respiración era tranquila, aunque su ceño seguía fruncido incluso en el sueño, como si ni siquiera en ese estado pudiera permitirse bajar la guardia.

Lo observé en silencio, grabando en mi mente cada línea de su rostro, cada cicatriz que contaba una historia que aún no me había contado por completo.

Sabía que esta paz era un espejismo.

Sabía que el tiempo se nos estaba acabando.

Y cuando el teléfono de

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