El aire aún olía a pólvora.
A peligro.
A muerte.
El caos en la empresa había sido contenido, pero las huellas del enfrentamiento seguían allí: el suelo cubierto de vidrios rotos, las marcas de bala en la pared, la sensación de que, en cualquier momento, alguien más podría aparecer y continuar lo que había quedado inconcluso.
Pero esta vez…
Esta vez no había más guerra.
Esta vez habíamos ganado.
Santiago estaba a mi lado, con la camisa manchada de sangre que no era suya, su respiración aún pesada, su mirada oscura mientras observaba cómo la policía se llevaba a los hombres que habían intentado matarnos.
A los traidores.
A la gente que había vendido información a mi familia.
El final llegó de golpe, como una ejecución rápida, como un castigo esperado.