La noche estaba impregnada de una tensión densa, casi irrespirable, como una tormenta a punto de estallar. No había estrellas, no había luna. Solo oscuridad. Una oscuridad que reflejaba exactamente lo que sentía en mi pecho.
Apoyado contra el capó de su coche, Santiago consultaba su reloj por quinta vez en menos de diez minutos. Sus dedos tamborileaban impacientes sobre la pintura metálica, un reflejo de la furia contenida que recorría su cuerpo como electricidad estática.
No era la primera vez que sentía que el mundo se desmoronaba bajo sus pies. Había sobrevivido a traiciones, conspiraciones, amenazas veladas entre copas de vino caro. Pero esto... esto era diferente.
Leo era su hijo, aunque no llevara su sangre. Er