La tarde caía sobre la ciudad con una lentitud pesada, como si el sol también supiera que en esa casa, ese día, algo estaba por romperse. Las sombras que se deslizaban por los ventanales del despacho de Santiago Ferrer no eran inocentes; parecían sostener secretos en cada rincón.
Sofía estaba sentada en el sofá de cuero oscuro. Las piernas cruzadas, el cuerpo erguido, pero el rostro… ese rostro no podía ocultar la tensión. La mandíbula apretada, los ojos fijos en el archivo que Santiago sostenía entre sus manos.
—¿Estás segura de que quieres que lo lea en voz alta? —preguntó él, su voz profunda cargada de precaución.
Sofía asintió sin hablar. N