Un tenso silencio se había instalado en el despacho del padre de Corleone desde el momento en que cruzaron la puerta. La atmósfera era sofocante, cargada de emociones contenidas y miradas afiladas. Esaú, con los puños cerrados y la mandíbula tensa, fulminaba con la mirada al hombre que tenía frente a él. Su enojo era palpable, casi tangible.
Corleone se mantenía alerta a cada uno de los movimientos de Esaú. No descartaba la posibilidad de que el hombre perdiera el control en cualquier momento y se lanzara sobre su padre. El cual, en cambio, se mantenía impasible. Sentado tras su escritorio, parecía tan sereno y calculador como siempre. Su postura denotaba autoridad.
—Debo suponer que es él quien te habló sobre el caso de la muchacha —comentó su padre, mirándolo antes de darle un sorbo a su whisky—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos —continuó, esta vez con sus ojos puestos sobre Esaú.
Esaú dejó escapar una breve risa cargada de ironía.
—Me sorprende que me recuer