PROPÓSITO

-Disculpa –indiqué con mi mano una silla–. Ellos tienen orden de no dejar pasar a nadie que no tenga cita conmigo. Por lo general, los préstamos los atienden mis secretarias –mentí.

Tenía la mirada perdida. Estaba desorientada y eso la hacía más atractiva. Se veía como un asustado cervatillo sin saber si elegir entre las fauces del depredador, o el profundo abismo de la muerte.

-Vine por el trabajo que me prometió –entrelazó sus dedos entre sí.

-De acuerdo –intenté que nuestras miradas se encuentren–. ¿Te sientes bien?

-Sí –sus mejillas estaban rojas por el frío y sus párpados humedecidos por sutiles lágrimas. Apostaría que había llorado–. Por favor, quiero saber si… Podría darme un adelanto.

¿Un adelanto? Cavilé. Era lo que estaba esperando, nada mejor que hacerla deudora y luego cobrarme con sus placeres.

La observé unos minutos, no debía saber cuáles eran mis intenciones. Mis manos se movían acuciosas esperando el momento para posarse sobre la mesa y sostener mi mentón antes de dar el sí.

-Deberás firmar un contrato –señalé con mis ojos un portafolio, ella lo cogió temerosa.

-Un… Contrato…–Susurró ojeando las páginas.

-Sí.

-La verdad yo… Pensaba pagárselo con trabajo.

-Los tratos profesionales funcionan con documentos –afiné la mirada–. Solo firma, no hay nada que temer. Es un contrato de trabajo.

Pude notar la indecisión en su semblante. No estaba segura si confiarme su vida a cambio de dinero, pero yo sabía que firmaría. La desesperación desbordaba sus chocolates ojos, la angustia que produce la pobreza, la empujaría a mis brazos. Antes, debo ser cauteloso. Mi instinto me decía que, si la quería en mi cama, debía jugar a ser el Príncipe azul que toda mujer joven sueña.

-Descuida –coloqué mi mano encima de la suya–. Voy a pagarte bien; con el dinero que te daré, podrás ayudar a tus padres.

-¿Cómo sabe que mis padres necesitan dinero? –Preguntó arqueando las cejas confundida.

-Bingo –pensé. Di en el punto. Toqué la herida que la apresuraría a firmar–. ¿Qué más puede llevar a una jovencita como tú a trabajar?

Ella me miró y sonrió. Colocando sus brillantes cabellos tras de su oreja derecha, cogió la pluma de escribir que le estaba otorgando para que se apurara a firmar.

Conversamos durante media hora. Era muy confiada cuando le demostraban seguridad.

No dudaba de mí; incluso dijo que a su familia no le agradaba, porque me consideraban un ser cruel, casi un demonio; la única que sabía que trabajaba para mí, era su hermana menor Dalia y la noche anterior, casi los desalojan porque deben la renta, al banco y un sinfín de cosas. Mientras hablaba, la imaginaba vestida con un traje ajustado de látex negro, un látigo en la mano, medias de maya que cubran su sedosa piel y abundante maquillaje en su rostro angelical.

-Disculpe –inclinó la mirada–. ¿No hay problema en darme el adelanto?

-No te preocupes –dije sonriendo para calmarla.

La fina punta del lapicero, grabó sobre el blanco espacio su nombre y firma. Mi imprudente lengua humedeció mis labios con impaciencia. Cuando hubo terminado de escribir, recogí los documentos y los guardé en un archivador especial.

-Bien, señorita Vanesa –empujé el sillón hacia atrás para poder levantarme-. Acompáñeme al banco para poder entregarle el adelanto en efectivo.

-Si…-Musitó– ¿En efectivo? Co… ¿Cómo sabe que no tengo cuenta bancaria? –Susurró para sí misma.

-Lo supuse –reí observándola fijamente. Ella se sobresaltó sonrojada, cubriendo su pequeña boca con sus manos–. En tu trabajo anterior debían pagarte en efectivo, es algo bastante común. Discúlpame si fue muy imprudente de mi parte.

-¡Descuide! ¡La imprudente fui yo! –Exclamó parándose de la silla–. Sí, es muy común recibir la paga en efectivo ya que no es mucho –sonrió. Sus mejillas estaban rojas, la sangre se había acumulado ahí. Se veía muy tierna–. De cualquier manera, debo abrirme una cuenta bancaria. Ahora que seré su secretaría, debo verme más profesional –una dulce risa inquieta, escapó de sus labios.

Asentí. No podía dejar de mirarla y pensar en el festín que pronto me daría. Era cautivadora. Me acerqué a la puerta y la abrí invitándola a salir, ella caminó delante y yo la seguí.

Bajamos a la cochera de la Empresa. Saqué la llave de mi bolsillo derecho, e hice que mi coche encendiera las luces emitiendo un sonido mientras estas tiritaban. Quería que ella viera el lujoso automóvil en el que me transportaba, esta es la manera más sencilla de hacer que una mujer te abra las puertas al cielo.

La subí a mi auto. Vanesa observó atónita cada espacio de mi Ferrari. Con disimulo, deslizaba sus dedos por la suave superficie del asiento y la ventana. Sabía que esta táctica no fallaría. Conduje hasta el Banco entre superfluas conversaciones. Mi único interés era hacerle creer que me importaba.

Cuando llegamos a la entidad financiera, la ayudé a crear su cuenta bancaria donde recibiría el depósito mensual de su paga, luego, pasé a retirar una considerable cantidad de dinero; puse en sus manos algunos cuantos billetes y el resto los guardó en su cuenta.

-Para usarlo en una próxima emergencia –dijo riendo.

Ella estaba feliz, su sonrosado rostro irradiaba ternura y alegría. La candidez de aquel momento, me arrebató de la tierra e hizo que mi alma volara al extenso mar de las alturas, por unos instantes, me sentí extraño… Libre.

Me pidió de favor que la llevara a una tienda, no me negué puesto que todo era parte de mi plan.

Al llegar, me di cuenta que no era lo que imaginaba. Yo creí que iríamos a una tienda comercial, pero hizo que la acompañara a “La Parada”, un mercado común y corriente donde corría de un lado a otro buscando los precios más bajos, fundiéndose entre el populacho y los cuerpos sudorosos de las personas que deambulaban en esas barracas. Con frecuencia la perdía de vista, era casi una odisea volver a encontrarla o quizás, ella me encontraba a mí.

No está demás recalcar la destreza con la que conseguía los productos a un precio más accesible ¡Incluso regateó las tarifas como hacen los comerciantes mayoristas!

-Dalia y mamá estarán contentas –decía para sí misma–. Esta noche cenaremos asado y papá podrá librarnos de los cobradores –enfatizó sin dejar de reír.

Había algo inexplicable en todo esto. Como una fuerza enigmática que me obligaba a observarla con detenimiento, sin apartar la vista de su jovial existencia.

Me resultó divertido, hasta agradable acompañarla en su recorrido. Intuyo que me hubiera arrepentido si no lo hacía.

Después de caminar algunas horas más, llegó el momento más desagradable de todos, subir las compras al automóvil. Una parte de mi sentía repulsión, puesto que no quería ensuciar mi vehículo con las bolsas llenas de grasa y verduras terrosas. El pollo crudo escurría un rojizo líquido que traspasaba la agujereada bolsa de plástico y se confundía con las demás cosas, incluso mis manos estaban embadurnadas con aquello. Las repulsivas ganas de vomitar, acudieron a mi con prontitud.

-Muchas gracias Mr. Stevens –dijo Vanesa muy sonriente. Sus blancos dientes resaltaban a la vista. Para ser una persona de clase media, los tenía bien cuidados–. Y perdón por la molestia –cogiendo un pedazo de papel higiénico de su bolsillo, secó mis dedos de la sangre y agua que botaba la carne cruda del pollo.

No entiendo como ella podía soportar el asco. Frotó el papel con sus delicadas manos, limpiando así toda la suciedad que tenían las mías, dejándolas casi relucientes, aunque con un nauseabundo olor.

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