OBCECACIÓN
OBCECACIÓN
Por: Ary
DECADENCIA

El amor ¿Qué es el amor? Disfraz absoluto de las más bajas pasiones. Excusa que encubre los más oscuros deseos de fatalidad, muerte y destrucción. Un acuerdo deshonesto entre dos personas que fingen empatía, y una víctima que soporta la crueldad de su verdugo. Eso es lo que la vida me enseñó sobre el amor.

El penetrante vaho de aquel repugnante lugar, saturaba mis sentidos. Bajé al sótano llevando en mis manos, una charola con comida recién preparada, una taza con chocolate caliente, mazamorra de calabaza y una manta de lana aborregada, porque aquel era un lugar sumamente frío y húmedo como sus labios.

“Uno, dos, tres…” Contaba cada escalón antes de llegar al suelo.

Mi corazón palpitaba acelerado, no podía controlar la emoción que estremecía mi pecho. Parecía como si alocado, fuera a reventarse en mi interior y a derramarse por mis ojos.

Ella estaba ahí, amarrada a una pesada viga de madera sin poderse mover. Su cuerpo era cubierto por una sola prenda, la cual era mi camisa blanca de oficina. Misma que utilizaba aquel día en que la vi por primera vez.

Sus ojos vibraban aterrados al verme, su pálida piel estaba marcada por la fuerza de mis labios; sus delgados bucles cobrizos se deslizaban por su cuello, cobijando sus delicados senos.

Lo único que hice fue quererla y ella devolvió tanto amor con traición.

-Es hora de comer –dije colocando la charola a centímetros de su satisfactoria cadera–. Deja de mirarme así ¡Detesto cuando lo haces! –Golpeé enojado el piso, ella mantenía aquellos tristes ojos posados en mí–. ¡No conseguirás que te libere! –Apreté con fuerza su angelical rostro. Un par de lágrimas rodaron por sus mejillas–. Tú… ¡Tú eres mía! ¡Mía! –Grité enfadado.

Al verla, recordaba aquel repugnante momento. La amaba. Iba a casarme con ella. Deseaba que fuera mi esposa, quería tener muchos hijos y mudarme a una ciudad tranquila, para disfrutar de mis últimos días sobre la tierra a su lado. En pocas palabras, creí que había encontrado a la mujer ideal, pero me equivoqué, solo era una sucia perra traidora que ansiaba mi dinero, y no desaprovecharía una sola oportunidad de acostarse con otro si eso la posicionaba por encima de los demás.

-Abre la boca –quité con furia la mordaza que cubría sus labios–. Come… ¡Vamos come! –Grité atorándola con pan–. Como quisiera poder matarte –rechiné los dientes de impotencia–. ¡¿Por qué no puedo terminar contigo?! Sería tan fácil ungir tus alimentos con veneno, verte retorcer de dolor y ahogarte en tu propia saliva hasta que mueras lenta y dolorosamente –una sádica risa escapó de mí, ella masticaba el pan sin dejar de llorar–. Así finalizaría mi angustia, así podría ser feliz –me acerqué y deslicé mis manos por su cálido y joven cuerpo–. Pero no puedo. Si tú mueres… Yo… Yo no podría continuar viviendo…–Mi llanto se fundió con el de aquella dulce criatura que en algún tiempo amé con desenfreno.

No logro entender...

¿Qué me hiciste?

¡¿Cómo pudiste enamorarme?!

¡¿Cómo?!

Si yo me cuidaba muy bien… Si yo me había asegurado de cerrar todas las puertas al amor…

¿Cómo?...

Y

¿Por qué cuando lo conseguiste, no te bastó con tenerme? Fuiste tras otro, lo sedujiste y te enredaste con él.

¿Querías que sufriera?…

¡¿Por qué de todos tuviste que elegir a mi hermano?!

Entrelacé mis dedos con sus largos cabellos y los jalé hacia atrás dejando expuesta su blanca piel ante mis lascivos ojos. Su estilizado cuello me descontrolaba.

Con frugalidad, acerqué mis labios a ella y empecé a recorrerla sin detenerme. No quería, no podía hacerlo. Sin dudar, me dejé llevar por su embriagador aroma y me derretí en la tibieza de aquel sublime lugar que tanto deseaba.

Todos los días al llegar la noche, bajaba al sótano y la hacía mía. Ella lloraba en silencio. Jamás se resistió a lo que yo hiciera, y no podría decir que era benévolo con esta adorable mujer, todo lo contrario. Desde que la encerré, después de verla gimiendo de placer entre los brazos de mi hermano, la forzaba a cumplir con mis más aberrantes y oscuros deseos.

Ansiaba oírla gritar de dolor mientras rogaba que no lacerara su excitante, fresco y delicioso cuerpo; me encantaba tenerla de rodillas ante mí, obligándola a realizar cosas que, en otros tiempos, jamás imaginé que haría.

Sin embargo, había días en los que no soportaba verla sufrir las humillaciones a las que yo mismo la sometía. Sentía lástima, tristeza. Quería verla sonreír como antes, que me abrazara y besara con ese cariño que solo ella podía brindarme.

Pero no, no podía ser débil, no debía dejarme dominar por la compasión.

Ella debía sufrir y pagar por todo el daño que me hizo.

#

El amor es el Néctar más sublime que existe en el mundo. Por amor podemos vencer tormentas, escalar montañas, cruzar océanos y descubrir nuevos mundos. Por amor podemos perdonar y vivir eternamente. Eso es lo que me enseñaron mis padres y los libros sobre el amor, y yo les creo.

Ciudad de la Victoria, Lima 7:20 am

Era demasiado tarde para que mi hermana asista a la escuela, y yo me había quedado dormida después de una noche de arduo trabajo. Cargar cajas de abarrotes no es fácil, aunque no me quejo, mis padres tienen una deuda infinita con el banco –mencionar la cantidad me asusta–, los intereses crecen a diario y consumen el vano esfuerzo que hacen por cerrarla. Así que yo, como la primogénita, tengo la obligación de ayudarlos y, sobre todo, me gusta hacerlo.

Hace más de un año que dejé de estudiar por trabajar, pero eso no significa que me haya alejado de los libros, todo lo contrario. Del total de mi paga, siempre guardo algunas monedas para adquirirlos, claro, no en una biblioteca o librería –el precio es sumamente alto–, yo acudo a los mercados y ahí los encuentro a un costo accesible. Algunos tienen dobladas, marcadas y manchadas las páginas, pero no importa, los atesoro igual que Segismundo a su libertad.

Después de comprarlos, suelo recostarme en mi camastro y leerlos durante horas hasta que los haya terminado o de lo contrario, la ansiedad no me deja tranquila y esa angustia es similar a la que siento en cuanto al amor.

Nunca me he enamorado; sin embargo, me gusta soñar con los poemas de Adolfo Becker y transportarme a las fantásticas regiones de las pasiones más profundas de Dante Alighieri, él es mi escritor favorito. Todas las mañanas, después de subir al autobús, recuesto mi cabeza en el espaldar del asiento, para sumergirme en mis jacobinos pensamientos, donde me gusta imaginar que el chofer es Caronte y que juntos navegamos por las míticas aguas del río Estigia.

-Vanesa ¡Vanesa! –Llamó mi hermanita–. Hoy tengo taller de química y vamos a construir esferas de fuego que no queman –frunció los labios en señal de reclamo–. Si no llego, me voy a perder esa clase y no quiero.

-¿Por qué no te tomas el día libre? –Dije sin dejar de sonreír–. Si sigues así, terminarás estresándote y no crecerás nunca, ¡Serás como Peter Pan!

Afinó la mirada y en un arrebató infantil, se abalanzó hacia mí tumbándome en las desordenadas sábanas. No me resistí a sus “golpes”, en lugar de dolor me hacían cosquillas; era imposible dejar de reír y eso la enfadaba cada vez más.

-¡Está bien! ¡Tú ganas! –Me deslice de la cama al suelo–. Déjame cambiar esta ropa y nos vamos.

-Tienes 2 minutos –saltó acomodándose los mechones.

Contaba con apenas 7 años y se comportaba como una adolescente. ¡Era extrovertida en todo sentido! Aunque a veces me enojaba, la quería muchísimo, después de todo, era mi hermana menor. Yo había cumplido 18 años hacia dos meses atrás, así que, como hermana mayor, me tocaba cuidarla y acompañarla a la escuela todas las mañanas.

La prisa nos embargaba. No pude tomar mi desayuno completo, apenas sorbí un poco de la tibia infusión de manzanilla que había preparado mi madre antes de irse a trabajar, y mordisqueé una rebanada de pan con mermelada. Salimos con premura de casa rumbo a la parada del autobús.

El inclemente minutero recorría el blanco y redondo espacio del reloj ubicado en la cúspide de un enorme edificio, el cual no tenía buena fama entre los pobladores por ser una institución dedicada a la usura; pero, quien daba verdadero miedo era su Presidente, un hombre de mirada fría y rostro despiadado. No le importaba si su “víctima” tenía o no dinero para devolver el préstamo, le quitaba hasta el último centavo y si era posible, su vida.

Un fuerte pitido me devolvió de mis pensamientos. El autobús se acercaba y estacionándose con parsimonia a nuestra vera, abrió sus robóticas puertas para permitirnos ingresar. Sin perder más tiempo, nos escabullimos por las personas que esperaban conglomeradas en el paradero. Cuando este llegó, subimos sin hacer caso a los gritos de protesta que emitían los que aguardaban tras nosotras.

-Ya son las 8:20 –suspiró desganada mi hermanita–. Es demasiado tarde.

-Descuida –empecé a hacerle cosquillas–. Llegaremos pronto.

El claro cielo se dejaba contemplar a través de la diáfana ventana. Las graciosas avecillas volaban de un poste a otro, me pareció que estaban galanteando. El más grande perseguía a una pequeña, la acorralaba en el interminable espacio, la seducía con el brillo de su plumaje para luego arrimarla a una delgada rama de un deshojado árbol, y frotar su ovalada cabecita contra el cuello de su amada.

Los faroles del semáforo cambiaron de verde a rojo. El micro se detuvo con frugalidad, esperando que los transeúntes atravesaran la negra pista de extremo a extremo.

Ver a las parejas caminar tomadas de las manos, compartiendo sus bebidas o regalándose tiernas sonrisas, hacía que me preguntara.

“¿Qué se siente amar?”

Los únicos seres de los que me enamoré desde que tengo memoria, son mis padres, mi hermanita y mis amigos, a quienes no veo desde que dejé los estudios; pero, nunca he amado a un hombre por su naturaleza, nunca entregué mi corazón –mucho menos mi cuerpo–, y es que no existe alguien que pueda atrapar mi alma soñadora.

Es extraño, muchos chicos pretendieron enamorarme, más no lo lograron y no entiendo ¿Por qué?

-¡Despierta! –Exclamó Dalia cogiéndome de los hombros–. ¡Dile al chofer que bajaremos en la esquina!

-Tranquila –susurré–. No estaba durmiendo –sujetándome de las barandas, caminé hacia el conductor y le indiqué que bajaríamos en la cuadra contigua.

El autobús paró y Dalia corrió sin detenerse, tuve que hacer lo mismo, no podía dejarla ir sola.

Al frente, vi el humilde colegio del cual egresé hace algunos años atrás. Sus ventanas estaban tapadas con planchas de cartón y sostenedores oxidados. Adornaba la entrada, un descuidado parque, en el que correteaban los niños y paseaban los adolescentes.

Cerca se podía observar, el pequeño quiosco donde solíamos comprar nuestros refrigerios durante el recreo. Seguía tan pequeño como siempre, pero ahora sus paredes estaban pintadas de azul marino. La misma señora que me atendió aquellos años, seguía trabajando ahí, solo que ahora sus cabellos tenían sutiles mechones blancos que adornaban su larga cabellera, otrora negro azabache.

Un melancólico suspiro escapó de mí. Aquel lugar no había cambiado en nada desde que me alejé, seguía siendo ese cálido y sencillo hogar en el que me gustaba pasar las mañanas. Añoraba aquellos momentos en los cuales jugaba con mis compañeros, íbamos a la biblioteca, hacíamos deporte y molestábamos a los profesores. Sé que a estas alturas de mi vida, es imposible regresar, pero me gustaría mucho poder hacerlo.

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