Al final, después de tanto forcejear, Mateo repitió su advertencia:
—¡No vas a cenar sola con él!
Vaya cosa. Un “esposo” que no me deja tocarlo, pero sí quiere decirme qué puedo y no puedo hacer.
Cuando recién nos casamos, yo tampoco lo dejaba acercarse, pero nunca me metí en sus cosas.
Entonces, ¿con qué derecho me manda ahora?
El dolor en mi cintura y cadera solo me enojaba más.
Como no soltaba la puerta del carro, me bajé furiosa y lo empujé con todo:
—Si quieres poner esa cara de amargado, ¡póntela frente al espejo, no vengas a desquitarte conmigo!
Esta vez cedió, porque lo hice retroceder varios pasos.
Me miró fijamente:
—Aurora, tú…
No quise escuchar más. Cerré de un portazo y encendí el motor.
En el retrovisor vi su cara de furia total, que luego se perdió cuando entré a la avenida principal.
La verdad, no sabía ni a dónde ir; solo quería estar lejos de Mateo.
En un cruce, giré y paré el carro junto a la banqueta.
Apoyada en el asiento, miré los árboles de la calle, perdida en m