—Te lo digo una vez más, no vas a cenar sola con Samuel —dijo Mateo.
—¿Estás loco? ¡Suéltame! —le grité.
Odiaba ese tono mandón. Sobre todo de él, que me despreciaba y aún así quería controlarme. ¿Con qué derecho?
Mientras más lo pensaba, más enojada estaba. Quise zafarme con fuerza, pero no apretaba tanto. Al jalar fuerte, retrocedí y me golpeé contra el carro.
Anoche, cuando me empujó, ya me había lastimado la cadera, y ahora, al chocar otra vez, me dolió más. Me puse la mano en el costado, molesta. Seguro estaba morado.
Mateo se quedó pasmado unos segundos, mirándome fijamente donde me agarraba. Puso una cara que no supe descifrar, como mezcla de culpa y preocupación.
Se acercó un poco y, en voz baja y algo torpe, preguntó:
—¿Te lastimaste anoche cuando te caíste?
Volteé la cara, con los ojos rojos de coraje:
—No te importa. Fue mi culpa, por tonta, por seguir buscándote. Y tú… me despreciaste, me rechazaste, me empujaste sin piedad. ¡Ja! La gente también tiene dignidad, ¿sabes? No