Mi mamá se rio un momento mientras yo jalaba a Mateo para que entrara.
—Llegaste justo a tiempo, la comida ya casi está lista.
Luego miró a mi hermano para confirmar:
—Solo falta la sopa, ¿verdad?
—Sí, ustedes vayan comiendo —respondió mientras caminaba de nuevo hacia la cocina.
Mateo todavía traía puesto su abrigo negro.
Era alto, de piernas largas, y ese abrigo le hacía resaltar su figura.
Aunque hoy no había nevado, hacía un frío tremendo.
Se quitó el abrigo y me lo pasó, para saludar a mi mamá con respeto:
—Que gusto verla.
Ella sonrió tanto que casi no podía cerrar la boca y, aun emocionada, lo invito a sentarse a la mesa. Mateo siempre era detallista, no solo vino a acompañarnos, sino que también trajo regalos.
Había uno para mi mamá, otro para mi hermano y otro para la novia de mi hermano.
Como yo le había contado que tal vez por fin iba a venir, él se acordó y le compro algo.
Los regalos eran caros: para mi mamá, un brazalete de jade, verde y translúcido, de esos que a simple v