Esto no tenía nada que ver con la bondad, ni con la confianza.
Simplemente, Camila había fingido tan bien desde pequeña frente a ellos que la imagen de su fragilidad y dulzura estaba tan clavada en sus mentes que ya no se podía borrar.
Regresé a casa completamente agotada. Carlos estaba en la cocina preparando la cena, y mi mamá sentada en el sofá, hojeando álbumes de fotos viejos.
Cuando entré, mi mamá me llamó con entusiasmo para que la acompañara a ver las fotos.
Tenía un álbum entero, lleno de fotos de los cuatro juntos como familia. La mayoría eran de Carlos y de mí, solos y también juntos.
Había fotos de cuando éramos niños, adolescentes, y hasta algunas de ya adultos.
Mi mamá señaló una foto mía de pequeña y me dijo sonriendo:
—Mira esta, tienes los ojos llenos de lágrimas. ¿Te acuerdas?
Sonreí y le dije que no.
Carlos se acercó, riéndose:
—Yo sí me acuerdo. Esa fue la vez que se perdió por andar corriendo. Cuando la encontramos, se puso a llorar como loca.
Mi mamá nos agarró la