Michael empezó a reírse con amargura. Una risa que, poco a poco, se fue apagando hasta que todo quedó en silencio.
En ese momento, giré la cabeza para mirarlo, y vi que ya tenía los ojos cerrados. Había perdido el conocimiento.
Javier, tranquilo, limpió la boquilla de la pistola.
Lo miraba sin atreverme a moverme, temiendo que en cualquier momento pudiera apuntarle a Mateo.
Quizá notó mi miedo, porque me sonrió.
—¿Por qué estás tan tensa? Ya que estoy aquí, no pienso matarlo con mis propias manos. Si lo hago yo, me metería en problemas. En realidad, quería que Michael se encargara, pero quién iba a imaginar que ese loco intentaría abusar de ti.
—¿Entonces… vas a dejarnos ir? —pregunté, con la voz temblando por la tensión.
Javier sonrió otra vez, sin responder. Se agachó y recogió el cuchillo que Michael había soltado.
La hoja seguía manchada con sangre, de un rojo tan vivo que hacía doler los ojos.
Jugando con el cuchillo en la mano, miró a los dos guardaespaldas, que seguían parados c