—¡No es cierto!
Le grité llorando, con la vista tan borrosa que casi ni veía nada.
A través de las lágrimas, Mateo parecía cada vez más pálido y lejano, como si se estuviera desvaneciendo frente a mí.
Sacudí la cabeza, desesperada, y el miedo me apretó el pecho hasta dejarme sin aliento.
—¡Mateo, no quiero ser libre! ¡No quiero eso! Te lo ruego, no digas eso… Mateo…
Pero él ya no me miraba. Tenía la mirada fija en Michael, decidida y llena de dolor.
—¿No quieres es matarme? Pues mátame. Pero déjala ir.
—No, no… —dije rápido, con el corazón roto—. Si tú mueres, él tampoco me va a dejar libre. ¡Mateo, vete! ¡Sal de aquí, por favor! ¡Déjame!
—¿Irse? Je, je…
Michael respondió, entre otra de sus risas malvadas y amargas.
—Desde el momento en que cruzó esa puerta, ¿de verdad crees que podía irse?
Diciendo esto, se acercó a Mateo y lo miró con odio.
—¿Alguna vez te conté cuánto te odio desde hace años? Lo que más me enferma es tu aire de grandeza, fingiendo que no te importa competir, haciend