A primera vista, en la salida no había rastro de Mateo, solo unos cuantos trabajadores vigilaban la zona.
Miré a todos lados, pero seguía sin encontrarlo.
Mateo, que siempre exigía puntualidad, ahora era el que no aparecía.
Mientras refunfuñaba en silencio, de repente se escuchó un claxon fuerte.
Me giré al instante y vi su auto estacionado a unos metros.
Mateo estaba en el asiento trasero, con un brazo en la ventanilla y un cigarro entre los dedos.
El humo formaba espirales desde su mano y se deshacía poco a poco. No podía verle la cara del todo, pero algo me decía que no estaba de buen humor. Seguro era porque me retrasé unos minutos.
Me acerqué al auto.
No subí de inmediato. Me paré a su lado y le dije:
—El olor del cigarro me marea cuando viajo. Me subo cuando termines de fumar.
—¡Qué delicada! —dijo Mateo, con una mirada entre burla y desprecio.
No contesté. Pero, recordando lo que me contó Valerie, me vino una sensación rara al pecho.
¿De verdad yo le dije que era basura?
Qué ton