No me moví.
Él besaba mi oreja y su aliento ardía en mi oído, haciéndome sentir toda sensible como si fuera algodón.
Si no fuera porque su brazo estaba en mi cintura, seguro ya me habría ido al suelo.
—Abre la puerta —susurró otra vez, pegado a mi oído, con la voz ronca, profunda, y ese tono que era puro peligro.
Instintivamente, busqué las llaves en el bolsillo.
Las saqué, pero estaba tan temblorosa, tan débil por todo lo que él me hacía sentir, que no podía meter la llave en la cerradura. Lo intenté varias veces, pero nada… y al final se me cayó al piso.
Mateo me apretó contra la puerta y, con voz grave, murmuró:
—Parece que te gusta más afuera.
Y mientras lo decía, volvió a besarme, subiendo la pasión poco a poco.
Mi cabeza cada vez estaba más nublada. Las piernas ya ni me respondían y sentía que todo mi cuerpo estaba a punto de venirse abajo.
Una de sus manos seguía en mi cintura, la otra se apoyaba al lado de mi cabeza, y sus labios bajaban hasta mi cuello.
En ese momento, alguien