No pensé que Camila me fuera a llamar de pronto:
—¡Aurora!
Hasta su voz sonaba como si quisiera regañarme.
Me salió una risa incrédula y me volteé para verla.
—¿Y ahora qué? ¿Vas a decirme algo?
Camila, llorando, le untaba la pomada a Mateo, con la cara llena de angustia.
Sin mirarme, me echó en cara:
—Mira cómo está Mateo todo lastimado y tú… ¿cómo fuiste capaz de dejarlo así? ¿Cómo pudiste dormir tan tranquila?
Seca, le respondí, con una sonrisa:
—Para eso estás tú, ¿no? Tú eres la que lo cuida, la que lo cura. Ya está.
—Pero yo recién me enteré hoy en la mañana. Se quedó toda la noche sangrando, ¿y si le pasaba algo?
Camila hablaba con esa carita llena de susto, como si solo de pensarlo se le fuera el alma.
Miré rápido a las heridas de Mateo.
Ya ni sangraban. A simple vista, no parecían gran cosa.
Le contesté, burlona:
—Ay, Camila, ni que fuera para tanto. ¿Tú crees que Mateo, un hombre hecho y derecho, no aguanta un par de rasguños?
Camila me miró, asombrada, como si no pudiera cre