—¡Shh!
Lo miré, molesta, y lo mandé a callar.
Alan se tapó la boca enseguida:
—Vale, vale, ya no digo nada, en serio.
Pasaron unos segundos y empujó la caja de comida hacia mí:
—Anda, come. Esto me lo encargó Mateo. Me pidió que te lo trajera.
Me quedé callada, pensando en cómo se había ido anoche, lleno de rabia.
Apreté los labios y pregunté bajito:
—¿Y él… dónde está?
—Salió a ver a un cliente —dijo Alan, recostándose en el sofá mientras sacaba su cajetilla de cigarros.
De una vez, le dije:
—Aquí no se fuma.
Alan se congeló y después me miró con cara de niño regañado:
—Qué estricta. ¿Y por qué a Mateo sí le dejas? Eso es injusto. Yo vengo solo a traerte comida.
—Tampoco dejo que él fume —le dije sin dudar.
Alan abrió los ojos, sorprendido:
—¿En serio? ¿Ese viciado? ¿De verdad no fuma si tú se lo dices?
—¿Él es adicto al cigarro? —pregunté, confundida.
—Muchísimo. Cuando empezó su empresa, en los momentos más duros, fumaba como loco.
Me sorprendí aún más:
—Pero en los tres años que es