¡Bum, bum, bum!
Los golpes en la puerta me hicieron dar un brinco.
—¡Ay! —empujé con todas mis fuerzas al hombre que tenía frente a mí.
¡Qué vergüenza!
¿En serio este tipo estaba a punto de hacer eso y ni siquiera cerró la puerta?
¡Y yo que había pedido comida!
El repartidor estaba ahí parado, viéndome, incómodo:
—Pe-perdón señorita... su... su pedido.
Me ardía la cara de pura vergüenza. No podía ni verlo a los ojos.
Y Mateo...
Él, tan tranquilo, solo se arreglaba la camisa mientras seguía sentado en el sofá, como si nada hubiera pasado.
El repartidor, todavía incómodo, volvió a hablar:
—Disculpe, su comida.
—Ah, ah... —contesté toda torpe, levantándome para recibirla.
Cuando me dio el pedido, el pobre hombre añadió:
—Perdón por molestar. Para la próxima... mejor cierre la puerta.
Y salió corriendo.
Cerré la puerta y le lancé una mirada asesina a Mateo, que seguía muy tranquilo en el sofá.
Pero él solo se recostó, con una sonrisa que me sacó de quicio.
Ahora sí entendía: este hombre no