Mateo volteó y me miró.
Estaba sonriendo, pero su mirada era indiferente, como burlándose de mí, y eso me hizo sentir todavía más apenada.
Agaché la cabeza y dije:
—Perdón, Mateo, me equivoqué. Me voy.
Justo cuando iba a jalar mi maleta para irme, Camila se acercó y me agarró del brazo, toda emocionada:
—Mateo y yo vamos a cenar, ¿por qué no vienes?
—No, muchas gracias —le contesté molesta, soltándome y queriendo salir de ahí.
Camila, haciéndose la buena onda, siguió insistiendo:
—Entonces deja que Mateo te lleve. Vas cargando esa maleta y se ve pesada, ¿no?
Me detuve un segundo, y Camila puso cara de que acababa de recordar algo, y dijo:
—¡Ay, no puede ser! Seguro ni has encontrado dónde quedarte. Mejor vamos contigo a buscar un lugar.
Mientras hablaba, se acercó como si nada a agarrar mi maleta.
Sentí un coraje tremendo, no lo pude aguantar.
La aparté de un golpe y le dije bajito, pero claro:
—¡Ya te dije que no!
Qué mujer tan insufrible.
Mi voz hizo que Camila me mirara con los ojos