—¡Ven aquí!
Ni siquiera levantó la cabeza cuando me lo dijo.
Iba arrastrando mi maleta para acercarme cuando, de pronto, volvió a hablar:
—Deja la maleta ahí. Nadie te la va a robar.
Su tono sonaba lleno de desprecio.
Me quedé quieta un momento, luego dejé la maleta junto a la puerta y me acerqué a él.
Cuando llegué frente a su escritorio, vi cómo firmaba los documentos con mucha facilidad.
Y, además de guapo, tenía una letra preciosa.
Me quedé parada un rato y él no decía nada.
Me desesperé y, sin poder evitarlo, lo llamé:
—Mateo...
Odiaba esos silencios llenos de tensión.
O que me dijera todo de una vez o que me diera algo que hacer.
Pero quedarme ahí esperando sus órdenes, sin saber qué hacer, me angustiaba.
Al final, levantó la mirada.
Cerró el documento, se recostó con pereza en la silla y sonrió:
—Llegaste cinco minutos tarde. Dime, ¿cómo debería castigarte?
Miré el reloj de la pared. Ya eran las nueve y media.
No pude evitar llevarle la contraria:
—Entré hace rato. Eras tú el qu