—No hizo nada —me dijo Mateo. Me acarició la espalda suavemente; su voz se mantuvo siempre cariñosa y grave—. Nada más dijo que había subido a verme, no dijo nada más.
Hizo una pausa breve y su tono se puso un poco más serio mientras me recalcaba:
—Está bien, Aurora, no estés triste ni tengas miedo. Ya te lo dije: diga lo que diga, no le voy a creer. Yo nada más creo en lo que tú me digas.
Sentí un dolor feo en el pecho y, sin saber por qué, me refugié en sus brazos y me puse a llorar. Claramente era yo la que le había fallado, y aun así me sentía la víctima y necesitaba que él me consolara.
“Aurora, de verdad no tienes perdón.”
Mateo me siguió dando palmaditas en la espalda y me hablaba en voz baja para calmarme. En todo momento evitó preguntarme con detalle qué había pasado entre Javier y yo, y tampoco me preguntó por qué de repente lo odiaba tanto. Yo sabía que estaba esperando a que yo misma se lo dijera.
Pero también sabía que, en cuanto le contara la verdad de esa noche, con el