Me asusté; el corazón me latía con fuerza.
Los labios de Mateo estaban tibios y húmedos, esa sensación tan familiar.
Me besaba suavemente, con anhelo, haciendo suyo cada rincón.
Solo él podía derretir mi corazón así. Con la ternura de sus besos, mis brazos empezaron a ceder; su mano, que antes estaba en mi nuca, bajó despacio hasta mi cintura y me levantó con un poco de fuerza, haciéndome sentar sobre él.
Yo seguía recordando la herida en su pecho, así que no me atreví a recostarme en él. Solo pude aferrarme a sus hombros con las dos manos. Era apenas un beso tierno, lleno de un amor que llevaba mucho tiempo conteniendo. Pero cuando me separé un poco, vi en sus ojos un deseo ardiente, evidente.
Por instinto, puse una mano sobre sus ojos.
—No —dije, con la voz ronca—. No pienses en eso. No mientras sigues herido.
Mateo se rio y me apartó la mano.
—¿Qué dices? ¿Qué no piense en qué? ¿Qué no puedo hacer qué? Si quieres, puedes explicarlo más claro, porque no te entiendo muy bien.
Lo mir