Apenas contesté el teléfono, reconocí la voz de Waylon de inmediato. Ese hombre en serio no tenía nada mejor que hacer. Su aburrimiento había llegado al punto de convertirse en una enfermedad. Parecía que si no encontraba la manera de fastidiar a Mateo y a mí, no podía respirar tranquilo.
Y era imposible que Mateo fuera su único enemigo; estaba segura de que tenía muchos más. Pero era como un perro rabioso: se aferraba a una presa y no la soltaba jamás. ¿Qué demonios quería ahora? ¿Creía que éramos más fáciles de atormentar?
Mientras despotricaba contra él en mi cabeza, Waylon ya se reía del otro lado de la línea.
Sí, se reía sin razón aparente, como siempre. Era su costumbre: reírse antes de hablar, como si quisiera demostrar que estaba de buen humor. Pero para mí aquello no era alegría, sino pura locura, el reflejo de una mente retorcida.
Esperé con paciencia a que se calmara y entonces dije:
—¿Le pasó algo bueno hoy, señor Dupuis, para reírse tanto?
—No, nada especial —respondió co