Me quedé mirando esa sopa, sin tomarla.
Entonces la dejó frente a mí y dijo, con voz tranquila:
—Has bajado de peso. Le pedí a doña Godines que la preparara. Toma un poco.
Luego se levantó y cambió de asiento para alejarse un poco.
Bajé la mirada y, con un nudo en la garganta, me quedé viendo la sopa.
Ese Mateo, por fuera distante, como si nada le importara, y aun así notaba incluso que yo había adelgazado.
Respiré hondo para contenerme y tomé la sopa.
Pero apenas el olor me llegó, el estómago se me revolvió de golpe.
Me tapé la boca y corrí al baño.
Ya había vomitado dos veces en la mañana, y al mediodía no comí nada; no quedaba nada que botar.
Me apoyé en el lavabo, sin fuerzas; me empezaron a dar espasmos.
—¿Qué pasa? —escuché la voz de Mateo detrás de mí.
Entonces se acercó y puso su mano grande en mi espalda, ayudándome a respirar.
Después de varios intentos, mi cuerpo por fin se calmó.
Me sentía agotada, casi sin fuerza, recargada contra su pecho.
En el espejo, mi cara estaba pál