Otra vez, una oscuridad infinita me envolvió.
En medio de esa negrura, se abría un camino frío y brillante.
Yo iba sola, con una lámpara de queroseno en la mano, avanzando sin rumbo por ese sendero que no terminaba.
El silencio era tan fuerte que solo se escuchaba el viento, soplando a veces cerca y a veces lejos.
Ese camino parecía no terminar.
No sabía cuánto tiempo llevaba caminando cuando, de repente, unas voces desesperadas empezaron a resonar a lo lejos.
—Aurora...
—Aurora...
Me detuve, asustada, y miré hacia el cielo negro.
¿Quién me llamaba?
¿Mateo?
No, Mateo nunca me llamaba así.
Entonces… ¿dónde estaba él?
¿Por qué no venía por mí?
¿Y adónde conducía este camino?
Una oleada de soledad y miedo me envolvió, seguida de un dolor punzante en el abdomen.
Abrí los ojos, haciendo un esfuerzo.
La luz blanca me cegó de inmediato; levanté la mano para cubrirme la cara.
Unos segundos después, escuché una cortina cerrarse y luego el clic de una lámpara al encenderse.
Bajé lentamente la ma