Por un instante, la culpa me pesó todavía más.
Entonces Alan me habló:
—Aurora, aunque no sé qué pasó esta vez entre ustedes, siento que solo tú puedes hacer entrar en razón a ese hombre. ¿Podrías bajar? Si no, me da la impresión de que de verdad se va a quedar plantado aquí.
—Está bien, bajo ya mismo.
Conocía muy bien lo terco que era Mateo. Tal como dijo Alan, si yo no bajaba a hablar con él, quizá de verdad se quedaría bajo la ventana.
A las seis y pico de la mañana, el invierno se sentía más cruel.
En cuanto salí del edificio de hospitalización, el frío me hizo temblar, y sobre el césped cercano se veía clara la escarcha.
Me ajusté el abrigo y miré hacia Mateo.
Él también me miraba.
A esa hora todavía era noche de invierno, pero las lámparas de la calle seguían encendidas.
Con esa luz blanca y fría encima, Mateo me miraba con los ojos enrojecidos.
A un lado, Alan seguía agachado junto al borde de la jardinera, y cuando me vio, exclamó, emocionado:
—¡Aurora, por fin bajaste!
Él sonr