Javier sonrió y les revolvió el cabello a los niños antes de levantar la vista hacia Mateo y hacia mí.
Bajé la mirada y noté que a sus pies había varias colillas de cigarrillo. Su abrigo y su cabello estaban cubiertos de nieve.
Apreté los labios y le dije:
—Perdón, salimos a comprar unas cosas. ¿Por qué no me llamaste cuando llegaste?
—No pasa nada. No llevo mucho aquí. Además, aunque llegara más tarde, ¿qué más da? En casa no tenía nada que hacer y aquí al menos hay un poco de vida.
Sonrió, aunque era una sonrisa amarga, de esas que esconden tristeza.
Hizo una pausa y agregó en voz más baja:
—¿No estaré interrumpiendo?
Estaba por responder cuando la voz tranquila de Mateo se escuchó detrás de mí:
—Entren. ¿No sienten frío ahí afuera?
Volteé y vi que ya estaba sacando las bolsas del baúl del carro para llevarlas a la casa.
Fui enseguida a ayudarlo, pero él esquivó mi mano y me sonrió.
—¿Con ese cuerpecito tuyo? Déjame hacerlo yo, para eso soy tu marido.
Lo miré con fastidio fingido. Co