En cuanto contesté la llamada, solté toda la rabia que traía:
—Waylon, ¿qué demonios quieres de mí?
Desde el auricular, su risa me erizó la piel.
—Vaya, sí que tienes paciencia. Por fin te dignas a responderme.
—Mi paciencia, sí, pero nada comparada con la tuya —respondí con sarcasmo.
—Te pasaste una semana entera mandando regalos y llamando diario. Vaya insistencia la tuya, señor Dupuis.
—No tengo remedio —respondió con tono burlón.
—La culpa es tuya, eres una mujer interesante. No he podido sacarte de la cabeza. Solo quería verte, mirarte un rato.
—¿"Pensando en mí"?
Lo interrumpí con una carcajada seca.
—Entonces, dime, Waylon, ¿todavía recuerdas a una mujer llamada Sofía?
No alcancé a terminar el nombre cuando el silencio se volvió tenso. Hasta por el teléfono noté el cambio en su respiración, la hostilidad que salió de golpe.
Después de unos segundos, se rio con una risa baja, casi escalofriante.
—Así que me has estado investigando. Te voy a dar un consejo, Aurora: no vuelvas a de