—...Bueno.
Alan, Mateo y yo nos quedamos un buen rato hablándole. Poco a poco su cara dejó de verse tan abatida y el ánimo le subió.
Cuando salimos de la cárcel ya caía la tarde. Mateo me apretó la mano sin decir nada. Frente a Alan todo sonó como si fuera fácil, pero yo sabía que con Waylon en medio nada iba a ser sencillo. En su momento, Waylon casi le quita la vida a Mateo.
—¿Qué quieres comer? —me preguntó Mateo, con una sonrisa, mientras bajábamos por el pasillo.
Me sorprendió y contesté:
—Lo que sea.
—Entonces... ¡barbacoa! —propuso.
Recordé que a Mateo no le gustaba ese tipo de comida. Antes ni siquiera iba cuando en la oficina organizaban barbacoa. Me costaba imaginarlo con delantal, mangas arremangadas y sudando frente a la parrilla.
El restaurante estaba lleno por el buen clima; llegamos temprano y nos asignaron un salón privado elegante en la segunda planta.
Mientras caminábamos por el pasillo, de repente escuchamos a alguien mencionar el nombre de Waylon. Mateo se detuvo y