Me puse un poco tímida y bajé la mirada.
Los prejuicios que uno se hace son como una montaña. Aunque él es apasionado, no había llegado a tanto como para… en la oficina. En realidad, quizá yo fui la que pensó mal y lo juzgó injustamente.
Mateo me miró con ternura. Tenía la mirada limpia y clara. Me dio más vergüenza todavía: ¿cómo podía mi mente imaginar cosas inapropiadas?
Bajo su mirada dulce, le acerqué el tupper de comida.
—Ahí, te traje la cena, la hice yo. Cómela mientras esté caliente.
—Está bien —dijo Mateo con dulzura.
Abrió el tupper. La comida no era nada del otro mundo, pero la sostuvo como si fuera un tesoro. Antes de probar, me dijo contento:
—Huele genial. La comida hecha por mi mujer siempre huele mejor.
Qué empalagoso. Por dentro me burlé, pero también me llené de ternura. Mateo además es gracioso: cuando no estábamos bien, decía que mi comida era fea y mala; ahora, ya reconciliados, no escatima en halagos, aunque sean un poco exagerados. En fin, después de hacer las p