—¿Te sientes un poco mejor? —preguntó Mateo.
Con el pecho todavía adolorido, respondí en voz baja:
—¿No se supone que no querías hablar conmigo? Entonces, ¿para qué finges preocuparte ahora?
—Yo nunca te ignoré —dijo Mateo, con urgencia.
Al final, su voz se volvió más tranquila, cargada de una tristeza difícil de explicar:
—Solo que... como odias verme, no me atreví a aparecer delante de ti.
—¿Quién dijo que yo...? Cof, cof... —me alteré tanto que empecé a toser otra vez.
Mateo me sostuvo al instante y, con una mano, me acarició la espalda:
—¿Estás bien?
Después de toser un rato, pude respirar un poco mejor. Lo miré, furiosa:
—¿Cuándo he dicho que te odio? ¿Por qué siempre te inventas esas cosas?
Sus ojos se veían apagados. Bajó la mirada un poco y murmuró, con amargura:
—Muchas veces me dijiste que me odiabas. Que me odiabas hasta la muerte... incluso que no querías verme.
Cuando lo escuché, me quedé sin palabras. De pura impotencia.
Cuando hablo en serio, él no me cree. Lo que digo c