Alan me habló, con una sonrisa pícara:
—¿Ves? Te dije que iba a venir, y aquí está.
No respondí. Me quedé mirando la puerta mientras el pecho me empezaba a doler un poco.
Alan se acercó y, sonriendo, me preguntó:
—¿Quieres saber cómo lo engañé para que viniera?
Esta vez no se hizo rogar. Antes de que yo dijera algo, siguió:
—Le dije que estabas herida, y grave además. Luego le mandé la dirección de aquí. ¿Ves? En menos de una hora ya llegó. Mira lo que se preocupa por ti, que ni siquiera notó que era una mentira obvia.
Abrí la boca para responder, pero, en ese momento, Mateo entró corriendo. Venía molesto, respiraba con dificultad y traía la cara marcada por la prisa.
Cuando nos vio a todos de pie y bien, se detuvo en seco en la entrada. Me miró fijamente de arriba abajo, como buscando dónde estaba la herida.
Cuando terminó de revisarme, dijo con seriedad:
—Ya que todos están bien, me voy.
—¡Eh, eh...! —Alan dio un salto hacia él y lo tomó del brazo—. ¡Ven acá! ¿Qué significa eso? Pare