Me habló, sereno:
—Te llevo a casa.
—No hace falta. Vine en auto —le señalé mi auto estacionado en la calle—.
Mateo apretó los labios. Volvió a callarse. Ya no me sorprendía.
Iba a decirle algo de los niños cuando dijo en voz baja:
—El divorcio no salió. ¿Estás muy decepcionada?
Sentí cómo la rabia que venía conteniendo volvió a estallar. Lo miré y pregunté, sin emoción en la voz:
—¿Sabes lo que estás diciendo?
Mateo bajó la mirada, dando un poco de lástima.
—Como el divorcio no salió, no puedes estar legalmente con Javier. ¿Verdad?
Qué tontería. Me dieron ganas de decir una grosería, pero me contuve.
En vez de eso, le respondí, con una sonrisa amarga:
—Piensa lo que quieras.
Mateo siguió con la mirada baja y dijo, apagado:
—No te preocupes. Esa acta de matrimonio la voy a buscar bien cuando llegue a casa.
—No hace falta que la busques.
Mateo se estremeció. Me miró con los ojos negros, con un brillo débil, como si esperara algo de mí. En serio no lograba entender qué pasaba por su cab