De repente, empecé a llorar.
El pecho me dolía tanto, como si alguien me estuviera pisando el corazón.
—¡Siempre te crees con derecho a decidir por los demás! —le dije, entre sollozos.
—Ya quieres dejarme. Quieres alejarte. ¿Y yo por qué me voy a preocupar por ti? ¡Qué risa! Te lo digo claro: ¡yo solo me preocupo por los niños, no por ti!
—Cof... cof... —escuché a Mateo tratar de contener su tos.
Su respiración sonaba agitada y nerviosa.
Apreté el celular sin darme cuenta. Después de un rato hablé en voz baja:
—Mateo, ¿hacemos una videollamada?
Hubo silencio dos segundos. Entonces Mateo respondió en voz baja:
—Ahora me es un poco incómodo. Mejor hablamos por teléfono.
Sonreí con amargura:
—¿Incómodo? ¿Qué incómodo? ¿Tienes a otra ahí o qué?
—¡Aurora! —me gritó Mateo de repente.
Después volvió a toser, tapándose la boca con la mano.
Como si no quisiera que yo descubriera algo, añadió rápido:
—Los niños... los niños están bien. No tienes por qué preocuparte. Bueno... voy a colgar... —y e