Mateo me miró fijamente y habló, con una sonrisa inquietante:
—Solo dije que tu barriga estaba más grande. ¿Por qué te pones tan nerviosa?
Ay...
Parecía que de verdad no sospechaba nada.
Seguro fue mi reacción la que casi lo hace sospechar.
De inmediato le pasé la mano por el pecho, tratando de cambiarle el tema.
Poco a poco, su mirada se volvió más intensa, ese deseo ardiendo en sus ojos.
Me sujetó la muñeca y la presionó contra la almohada, cerca de mi cabeza. Se inclinó para besarme y preguntó:
—¿Qué pasa? ¿Las mujeres odian que les digan que han subido de peso?
—¿Y a ti te gustaría que te digan que estás feo? —le contesté, resignada.
—Todos queremos vernos bien. Si me dices que estoy gorda, claro que no me va a gustar.
Mateo se rio y dejó de hablar del tema, volviendo a lo suyo.
Desde que se fue molesto del hospital, no había vuelto a buscarme. Pensé que ya no iba a regresar.
Pero no. Esa noche apareció otra vez, y en la cama estaba como nunca antes.
Como si hubiera aguantado días