Después de un largo descanso, Alía abrió los ojos cuando la luz del amanecer apenas rozaba las cortinas. Se sentó en la cama con un suspiro, el corazón todavía pesado por todo lo ocurrido el día anterior. Miró el techo y repasó cada detalle: los gritos, los flashes de las cámaras, el rostro crispado de Tamy y la mirada protectora de Samuel cuando la abrazó frente a todos.
Soltó un pequeño bufido, aunque en sus labios se dibujó una sonrisa torcida, casi siniestra.
—¿Esa mujer piensa que puede ganarme? —susurró, con un dejo de burla en su voz—. Eso es bueno… muy bueno.
Tomó su teléfono y escribió un mensaje rápido a uno de sus contactos más antiguos. “Esta noche, el lugar de siempre.” Envió el texto y esperó la confirmación, que llegó solo con un “Entendido”. Era suficiente. Sabía que esta vez no podía permitir que nadie tocara lo que era suyo.
—¿Codiciar a mi hombre? —murmuró frente al espejo, mirándose fijamente—. Que lo intenten… pero nadie toca a mi familia sin conocer el verdadero