Alía, Samuel y Sofía iban juntos en el coche. El ambiente era una mezcla de alivio y sobresalto: todos todavía digerían lo que había pasado en el set. Samuel estaba tenso; el recuerdo de Tamy en el suelo, humillada, ardía en él como una advertencia. Al mismo tiempo, sentía una extraña gratitud por la fuerza de su amiga: ver a Sofía defender a Alía le había provocado un alivio primario, casi feroz. Había algo en la lealtad de esa mujer que le daba paz.
Alía sonrió al ver a Sofía furiosa; la risa escapó sin quererle, pero de pronto una nube cruzó su rostro: un mareo la dobló. Si no hubiera sido porque la mano firme de Samuel estaba a su lado, se habría desplomado. El susto la dejó pálida; Samuel la sujetó en un movimiento instintivo y protector. Sofía giró hacia ella con ojos de loba y miedo en la voz.
—¿Estás bien? —preguntó, nerviosa.
—Sí… solo un mareo, nada más —respondió Alía, agarrándose al respaldo del asiento—. Debe ser el susto.
El guardaespaldas Jason la miró por el retrovisor,