A las dos mujeres se les fue el color de la cara al instante. Una de ellas incluso dio medio paso atrás, a punto de echar a correr.
—Ni se muevan —soltó Raina.
No le hizo falta gritar. Ese tono suyo, seco y cortante, fue suficiente para dejarlas clavadas en el sitio.
Una reaccionó enseguida, atropellándose con las palabras:
—Señora Herrera, de verdad... nosotras solo repetimos lo que se escucha por ahí...
—Sí, ni siquiera lo creíamos —añadió la otra, visiblemente nerviosa—. Usted es tan guapa y tan capaz, ¿cómo íbamos a pensar algo así?
Raina no les permitió terminar.
Levantó la mano y les dio una bofetada a cada una, sin titubear.
¿Que no lo creían? Pero bien que lo escucharon, bien que lo repitieron y siguieron con el chisme como si nada. Así es como se le arruina la vida a cualquiera: basta con una lengua suelta.
Lo de Celia, años atrás, había empezado exactamente igual. Un comentario fuera de lugar, una lengua que no se controló... y al final, la culpa cayendo sobre quien menos la